En muchas ocasiones, cuando las personas asisten a mi consulta por diferentes motivos , ya sean estéticos o terapéuticos surge lo que defino «empatía y feedbak», aspectos imprescindibles para la buena comunicación.
Pero durante la conversación afloran mucho más que intenciones o deseos por mejorar el cuerpo, cuidarse, bajar de peso, comer bien, hacer gimnasia, etc, etc…
Asoman palabras y silencios, miradas y gestos que van más allá de lo que inicialmente los impulsó a conocerme y es allí donde emerge el gran disparador: «el hambre, el hambre emocional.
Estrés, insatisfacción, vivencias, bajo autoestima, soledad, menopausia, afecciones, y un largo etcétera de factores endógenos y exógenos, podrían ser algunos de los detonantes de ese hambre que nos subyuga…
Instintivamente utilizamos la comida como anestésico de lo que sentimos, sin saber que algo nos está sucediendo…
El hambre se satisface con el alimento, el amor cumple nuestro deseo de ser alguien para el otro.
Alimento y afecto se entrelazan desde el principio de nuestra existencia.
Si no se satisface el hambre muere nuestro cuerpo; si no se puede amar, el deseo de vivir desaparece y la tristeza nos invade…
La comida se inscribe en el terreno de la necesidad biológica, y el amor en el ámbito de los deseos que precisamos para sentirnos bien con nosotros mismos y con el otro.
Lo vemos cuando nuestras madres nos alimentan; al hacerlo, existe una conjugación perfecta de alimentación y afecto, y esta es nuestra primera experiencia como seres humanos.
Las dificultades con la alimentación son una manera de expresar sentimientos que no pueden ser dichos, así como un modo de exteriorizar emociones que no pueden ser reconocidas, o afectos que desde nuestro inconsciente intentan manifestarse.
Cuando el espíritu se silencia, el cuerpo habla…